¿La heterogeneidad sociocultural solo divide o también enriquece? ¿Cuáles son las experiencias comunes de los limeños? ¿Cuál es legado de la Lima cortesana virreinal y de la criolla Lima republicana? ¿Es ya el horizonte cultural chicha el hegemónico en nuestra megalópolis?
La experiencia urbana integral de la ciudad de Lima es ya imposible. No una, sino muchas ciudades habitan su territorio. El limeño se desplaza regularmente por un promedio de seis distritos (en ellos habita, estudia, trabaja, compra y se divierte) y desconoce casi completamente los otros treinta y siete. El crecimiento caótico, las insuficientes vías de conexión transversal, un sistema público de transporte obsoleto y peligroso son factores que atentan contra la cohesión. Además de las barreras físicas, hay murallas simbólicas que también fragmentan nuestra ciudad.
Los jóvenes migrantes de Lima Este que se desempeñan en los oficios peor remunerados y que viven bajo la línea de pobreza no tienen nada que compartir con quienes han llorado por la venta de Wong y se refugian cada verano en las exclusivas playas de Asia. Tampoco tienen nada en común, los habitantes de la Lima tradicional (esa pequeña franja que languidece en La Victoria, Lince o Jesús María) y la nueva clase media emergente de Lima Norte o Lima Sur. No se puede negar que Los Olivos y La Molina tienen ese aire de familia de los parvenue que desde las fachadas de sus viviendas anuncian impúdicamente su nueva condición. Allí viven los que creen obligatorio el viaje iniciático a Disney, los que bailan con todo tipo de música que esté de moda, y quienes aprecian películas como Titanic o cantantes como Gianmarco, es decir, los que viven entre la colosal trivialidad y el simulacro pop. El kitsch es su divisa y como lo sintetizó un lúcido congresista, ellos solo juran "por Dios y por la plata".
Nada más efectivo para delimitar una ciudad que el consumo de drogas. Desde el popular y económico "pay" (pasta básica de cocaína) hasta la sofisticada caspa del inca, desde la romántica marihuana hasta las coloridas cápsulas de ecstasy, cada sector social tiene sus propios vicios. El "pay" es para los desesperados, los pobres del centro de Lima, Surquillo, El Callao, Breña; la coca para Miraflores, La Molina, Surco; la marihuana se encuentra en los distritos que tienen universidades y donde vive la escuálida clase media intelectual: Pueblo Libre, Barranco; el ecstasy para la dorada juventud globalizada. A pesar de las diferencias socioculturales, los sofisticados mecanismos de distinción, y los silenciosos, pero eficaces prejuicios racistas, los limeños comparten, principalmente, la televisión, la comida y la música. ¿Quién no conoce a Magaly Medina? ¿Quién no ha comido un cebiche ya sea en Pescados capitales o en los "agachaditos" de una carretilla? ¿Quién no ha bailado una cumbia o alguno de sus derivados? Los goces nos unen, los dolores nos separan.
El consumo de la cultura popular internacional y la voluntad de estar conectados a las redes globales de la información son también dos prácticas compartidas por casi todos los limeños. De la Lima virreinal, todavía conservamos la heterogeneidad racial, el amor a la fiesta incesante, el gusto por la sátira y una sociedad cortesana educada en la adulación y la corrupción. En 1792, el poeta Esteban de Terralla y Landa describía así las calles de Lima: "Verás después por las calles/ Grande multitud de pelos,/ Indias, zambas y mulatas,/ Chinos, mestizos y negros". Hoy el extendido mestizaje ha empobrecido la pluralidad, pero todavía ofrecemos una paleta racial múltiple y complejamente jerarquizada. El desprecio por el trabajo manual y el respeto formalista a los rituales religiosos han sobrevivido varios siglos. El limeño acomodado ejerce poder y discriminación sobre su empleada doméstica cotidianamente, pero el domingo asiste a misa para vivir su cuota de cristianismo semanal.
La modernización social insuficiente, la modernidad política frustrada y la impostura constituyen los grandes legados de la Lima republicana. De esa Lima criolla, conservamos la pasión morada por el Señor de los Milagros, el entusiasmo por los carnavales, la fascinación por lo moderno y lo extranjero, y un patriotismo declamatorio. Las casas de juego, los fumaderos de opio y las discretas casas de tolerancia de la belle époque han sido reemplazados por los casinos más huachafos del mundo, las discotecas, y los luminosos night clubs siempre adaptados a la perversión sexual y a la billetera de cualquiera. Desde hace varias décadas, Lima empieza a mostrarse como un mosaico plural de signos y prácticas sociales que rebasan los horizontes tradicionales de comprensión, se acumulan los fragmentos, pero falta la visión unitaria e integral.
La imagen cultural de una Lima con un solo centro se ha resquebrajado de forma irreversible. Si para la agonizante Lima criolla el río, el puente y la alameda conforman los símbolos de su identidad sentimental, para la hegemónica Lima chicha: la combi, el cerro y el hostal constituyen los espacios físicos de la nueva sociabilidad. Si la Lima criolla fue siempre receptora de poblaciones inmigrantes (africanos, chinos, japoneses, italianos), la Lima chicha es un semillero de exportación de jóvenes y no tan jóvenes a Chile, Argentina, Estados Unidos e Italia.
La cultura chicha limeña es un sistema móvil de significantes tradicionales, modernos y globales que emplean los códigos y los formatos hibridados de la cultura de masas y las culturas populares urbanas. La oralidad andina, el habla callejera, la cumbia con todas su variantes y derivaciones, el pornopatrio, la prensa sensacionalista, el grueso humor televisivo, etc. son la gran matriz en la cual la mayoría de limeños se comunica, interactúa y se reconoce socialmente, formando un conjunto de valores y actitudes hacia la vida que desde el imaginario y la práctica social cumplen las funciones clásicas de cohesión social o por lo menos de simulacros consolatorios.
La cultura chicha, mediante la trasgresión, la irresponsabilidad, el triunfo individual, la mezcla incesante, la memoria andina, el capitalismo popular, el kitsch, la imaginación melodramática, la ética del trabajo y la superación social, ofrece nuevas categorías de pensamiento, nuevas formas de ser y estar en una ciudad, simultáneamente, andinizada y globalizada. Sin embargo, no debemos caer en la idealización de la cultura chicha, ella también reproduce exclusiones, se nutre de la racialización de los subalternos y adopta la lógica de la mercancía y del mercado deshumanizador.
Marcel Velázquez Castro
Lima, Perú
29 de enero de 2008
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