14 noviembre 2011

LA FIESTA DE LOS MUERTOS EN LIMA




Aya quiere decir difunto, es la fiesta de los difuntos, en este mes sacan los difuntos de sus bóvedas que llaman pucullo, y le dan de comer y beber…y cantan y danzan con ellos, y le ponen unas andas y andan con ellas en casa en casa y por las calles y por la plaza, y después tornan a meterlos en sus pucullos dándole sus comidas y vajilla… y le dan sus carneros y ropa y los entierran con ellas y gastan en esta fiesta muy mucho.”


Felipe Guaman Poma de Ayala en su “Nueva Crónica y buen gobierno” - Libro I (1610-1615)

Cruzo de sur a norte la ciudad. Dejo Surco y Miraflores y tomo un colectivo rumbo al lado norte de Lima hasta llegar a Carabayllo distrito donde la mayoría de la población es de procedencia andina, gente que llegó a la capital en la mitad del siglo pasado y que poco a poco fueron tomando posesión de los terrenos que circundaban la vieja capital del virreinato español: así convirtieron la gran capital en una megalópolis, la insertaron en la nueva modernidad a la velocidad de un rayo dándole una nueva identidad, un nuevo carácter. Toda esta gente llegó con casi nada pero llena de sus tradiciones: trajeron sus dioses, sus costumbres, sus comidas, sus sueños, su cosmovisión. Por ello es que los barrios populares alejados de los espacios cosmopolitas de Lima tienen una cultura diferente, un modo de ser radicalmente distinto. He allí mi interés (aparte de otros más personales) por ir a un cementerio que estuviera en esa periferia porque sabía que podía encontrar otro modo de asumir la muerte, menos occidental y globalizada, mucho más auténtica.


CEMENTERIO PERIFERICO


Me bajo de la combi a la altura del kilómetro 18 de la avenida Túpac Amaru, luego tomo un mototaxi que sube por la avenida Merino. Bajo y frente a mí aparece una calle sin asfalto que trepa sobre un terreno ondulante. “Por aquí se va al cementerio profe” me dice el muchachito que maneja, imagino que no tiene brevete, pero también imagino que tiene que ganarse la vida. Algunos comerciantes han levantado sus toldos para vender platos de comida desde un sol. El olor a fritanga se confunde con el de las flores. Más allá unos hombres con las camisas desabotonadas beben como en cualquier domingo escuchando al grupo Néctar que toca desde el cielo, con cariño. Los mototaxis pasan raudos llevando y trayendo personas, haciendo maniobras avezadas en medio del gentío para no atropellar. Subo por la calle y el camino dobla a la derecha y sigue trepando hacia una quebrada seca. Aparece la entrada al cementerio sin nombre que no es sino la ladera de un cerro. Un espacio ganado a la pétrea dureza del suelo para enterrar a los muertos. ¿No eran los cerros los espacios sagrados de los antiguos peruanos? ¿Los lugares donde moraban los dioses, donde vivían los antepasados?

Detrás del mismo improvisado

camposanto muchos otros caminos trepan hasta las cimas más altas de la pobreza, donde las casas se han construido con esteras, latones o endebles maderas. Tía Fortu me diría más tarde: “Cuando llegamos aquí sólo habían 5 muertitos, eran niños nada más. Pero un día llegó una enfermedad de diarreas, es que teníamos problemas con el agua, sólo nos traían cada 15 días por eso íbamos al río a traer agua, eran los 60´s y así murió mucha gente y entonces el cementerio empezó a llenarse.” Se lamenta que sólo haya guardián hasta las 6 de la tarde porque la noche no viene sola: “vienen los fumones, los choros”. Ha mandado a poner rejas, plantas muy bonitas en las tumba de su esposo que otros se han llevado, cosa que me confirma la idea de que sólo hay que temerle a los vivos.

He venido a buscar una tumba. Hay mucha gente. Compro un paquete de velas y un ramo de flores y entro. Me aúno a la larga fila que ha desembocado en el camino no muy ancho de la entrada y que se abre paso entre tumbas y cruces y donde hasta las piedras parecen reflejar el calor sofocante. Al entrar hay una cruz con los símbolos de la pasión, adornada con una estola y flores a cuyos pies un grupo de personas rezan y encienden velas. El sol arde inclemente en la mitad del cielo. Las pisadas elevan una hiedra de polvo que se trepa en el viento, sube alto, hasta un cielo teñido de un pálido celeste, vacío de nubes, de palomas mensajeras que lleven las esperanzas un poco más arriba de las barbas de Dios. Luego el polvo cae indolente, como lluvia seca, ametrallando nuestras cabezas.

Para tener un pequeño espacio aquí es necesario pagar un derecho de entierro y uno de construcción. Las tumbas se construyen con ladrillo y cemento y sobre la superficie emergen las puntas de unos fierros que serán usados para seguir levantando el segundo piso y el tercero y así más nichos conforme la muerte vaya convocando a los otros integrantes de la familia. Algunas tienen colores azules, rosados o están adornadas con mayólicas o azulejos. Otros difuntos menos favorecidos sólo tienen espacios rodeados de rocas pintadas con una mano de pintura como único adorno. No hay ánforas griegas ni esculturas de mujeres con perfil renacentista y gestos de desconsuelo. Aquí hay polvo, piedra, paisajes eriazos, sequedad absoluta, hay botellas de plástico de Inka Cola usadas como floreros, mujeres de trenzas grandes y polleras largas, hay sonidos mágicos del quechua y del huayno entrenzados en su solo ritmo, toldos multicolores y cartulinas anunciando los platos de comida que se venden, hay tumbas que parecen haber sido excavadas por pura improvisación, por el deseo de encontrar para quien se quiere un lugar digno para su entierro. Hay todo eso pero no tristeza. Los quebrantos y plañidos no se oyen, no tienen espacio en este lugar poblado de sonidos vivos, de colores. La muerte no se está llorando, la muerte se está celebrando, la muerte se está viviendo.


 



Camino hasta la parte trasera del cementerio donde el cerro se empina más y ya no es fácil andar pues no existe un camino y hay que abrirse uno espontáneamente. He venido a buscar una tumba. Trepo entre los nichos, asiéndome de las cruces o de las inmensas rocas. Avanzo tratando de no pisar las sepulturas pero es imposible. Todo es un caos de cruces sencillas, hechas de madera simple, a algunas les falta la barra horizontal y parecen un asta apuntando a la infinidad celeste. Finalmente aparece una escalera bien mantenida que ayuda a hacer el trajín menos complicado y que también usan quienes viven en las partes altas del cerro cada vez que bajan a la ciudad o vienen desde allí.



   













Al llegar por fin a la parte superior del cementerio se ve una hilera de piedras que define su límite con la zona de las casas que se han construido. Me siento en una gran roca y observo: abajo Lima parece un monstruo adormilado. Hacia el este han levantado una larga pared de maderas como si fuera un fuerte apache. Le pertenecía a una empresa que extraía piedras de estos cerros para diferentes construcciones. Un error de cálculo los condenó a la quiebra: las piedras en abundancia no estaban allí sino en el espacio del cementerio, pero ya es demasiado tarde para darse cuenta, hoy el lugar tiene un título de propiedad firmada por la muerte. Hay tantas piedras que recuerdo que la única vez que estuve aquí para el entierro de un allegado, hace muchos años, cubrieron el hueco echando primero sobre el cajón lo que más abunda: rocas. El sonido contundente de las piedras cayendo sobre la madera dejaron en mí un recuerdo imborrable: TOC, TOC, TOC… la desmedida percusión de la muerte. Al llenar un gran espacio del nicho con piedras recién empezaron a echar la tierra.
 



 
Busco algún rostro conocido, alguien en quien reconocerme pero no hay nadie. He venido a buscar una tumba. Y encontrar en medio de un bosque de cruces no es fácil. Aquí arriba están las personas moviéndose con soltura entre cruces y nichos, mundo en miniatura que bulle, que avanza sobre la tierra plagada de muertos ya que por más que este sea un espacio donde la muerte ejerce su dominio no por ello la vida está ausente, al contrario, se hace presente con fuerza inusitada, con imaginación y hasta con colorido. Los vivos tienen que seguir en la ruta y la muerte es un evento interesante para ganarse la vida vendiendo lo que se pueda o comprando lo que se deba
 
 

EL DIA DE LOS VIVOS



Hace calor y un heladero es en este cementerio más solicitado que un cura; aparece uno que empuja con incomodidad la bicicleta atascada entre el polvo y las piedras; la gente le rodea como a un oráculo. Le compro un helado y conversamos un poco luego le pregunto cómo va el negocio: “Hoy salgo grueso, hay que aprovechar a los muertitos”.
Al lado de unos nichos veo una sombrilla de colores encendidos y debajo a una mujer atrincherada entre ollas y cacerolas de gran tamaño que usa las tumbas como un mobiliario extraño para poner algún cucharón, un cajón, un balde o un plato. Mientras que esta mujer va escogiendo presas encebolladas y trozos de papa de una gran olla y los sirve a los comensales reunidos alrededor de un nicho como en un pic-nic dominical, una chica joven sale rauda a todos los rincones del cementerio cargando cajas de cerveza que los visitantes le solicitan, toda la tarde haría lo mismo. “Amiguita, una caja de cerveza”, “Amiguita, tráete pa´ca una gaseosita”; salud por los ausentes… y por los presentes también, claro está.




Se me acerca un niño llevando una botella con agua y una escoba, en los bolsillos de su pantalón raído se apelotona una franela: “Seño, le limpio a su muertito”. Su cabeza parece un trapo exprimido arrojando gotas de sudor por los surcos en su piel cetrina, tostada por vivir expuesto el peso solar de todos los días. Cobra 50 céntimos por limpiar las tumbas con sus pequeñas manos, dándoles, al menos por un día, un aspecto menos doloroso. Le doy unas monedas y no le pido que limpie a mi muertito porque yo tampoco lo encuentro. Me mira extrañado y se va a ofrecer sus servicios a otras personas.


Un hombre toca a ojos cerrados un arpa andina, lo acompañan cuatro saxos y un clarinete. Los parientes de un difunto le han pedido tocar “Adiós juventud” porque “al viejo le gustaba esa canción”. Los músicos se ponen frente a la tumba y empiezan a tocar. Los familiares beben cerveza y sonriendo canturrean estrofas del huaynito, sonríen pero entre ellos advierto a una mujer que escucha en silencio con los ojos empapados de memoria líquida, ojos brillantes como charcos iluminados por los más tristes astros. Alguno tira un poco de cerveza al suelo, ese suelo que contiene ahora los restos de quien alguna vez estuvo, como bebiendo con esa ausencia. Acabada la música los parientes hacen una colecta y les pagan a los músicos que agradecen y se van a buscar otra familia que quiera cantarle a sus muertos las canciones que aviven su recuerdo.






Un muchacho mezcla en unos baldes la pintura azul con el que adornará un nicho, le han contratado para poner presentable la iglesia en miniatura que adorna la tumba mientras que otro, pico en ristre, ofrece ensanchar el espacio, el hueco, el rincón de tu muertito. Un tipo barbado, alto y flaco como una cruz incompleta se abre paso entre las rocas con sus sandalias empolvadas, se dirige a las familias ofreciendo “ayuda espiritual”. “¿Cuánto cobra hermano?” le preguntan. “Su voluntad nomás” responde. “Ah, entonces récele”. “Oremos hermanos…"
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ENCONTRAR - ME

Los niños juegan a las escondidas, corren sobre las losas frías bajo las cuales la muerte reina silenciosamente: la inocencia de la vida extiende sobre la oscuridad sin límite su patrimonio de alegría y felicidad. Sobre alguna tumba, un hombre totalmente ebrio dormita en brazos de su amante como si durmieran juntos en la banca de un parque. Algunas personas comen sentados sobre los nichos, otros lavan el cemento de las tumbas como quien baña un niño, con delicadeza, con paciencia. Más allá un hombre se arrodilla sobre el polvo. Habla, conversa, prometiendo lo que hará, recordando lo que ha hecho. Una mujer se pone en cuclillas frente a un nicho, susurrando posa sus manos sobre el cemento como quien toca un tacto prohibido: despacio, delicadamente; luego pone flores, caramelos y agua. Más arriba tres hombres hablan casi a gritos, ríen y se llenan la boca de recuerdos. A sus pies muchas botellas de cerveza y unas ramas de flores pisadas. A sus pies tres cruces y tres nichos, a sus pies la continuación de lo que un día serán sus inevitables destinos.

 
Por fin, a lo lejos reconozco uno rostro. Mi tía Fortunata llega con toda su parentela y se ubican en una tumba. He venido a buscar una tumba y la he encontrado. De no haber visto a mis parientes nunca lo hubiera hecho. “Aquí yace Paulino Velarde” jugueteando con un nieto de 2 años, y más atrás otro nieto, angelito que estuvo de paso por el mundo un solo día. El tío Paulino era uno de esos hombres que no se iba a morir nunca. El tío Pauli y la tía Fortu eran una pareja de leyenda, se amaban mucho y no se separaron nunca. El amor es también pasión y se mandaron a pedir 11 hijos. “Todo niño viene con su pan bajo el brazo” solía decir él. Tierno y ocurrente, contaba sus anécdotas con tal gracia que te destornillabas de risa. Por vez primera conozco a mis primos, nunca antes les pude ver. Se sorprenden de verme allí y poco a poco vamos ganando confianza. La tumba del tío está muy bien cuidada. El amor después de la muerte continúa en manos de Fortu: ha mandado a barrenar parte de la ladera y con las piedras que han sobrado ha hecho un pequeño espacio para que la numerosa parentela tenga un lugar cómodo donde sentarse cada 1ero de noviembre. 

 
El tío Pauli hubiera deseado ser enterrado en su Tambo natal (Ayacucho), pero no se pudo, la muerte como todo evento que pareciera imposible y lejano se hizo posible y demasiado cercano un día. Tenía que ser enterrado allí, en ese cementerio de la periferia limeña. Pero Fortu fue hasta Tambo, recogió tierra del lugar y lo trajo hasta la tumba de su amado: “Te he traído tierra de tu pueblo, ahora puedes estar tranquilo…” le dijo. Tía Fortu me cuenta que ha mandado a hacer la escalera que conduce a esta parte elevada del cementerio y que yo usé. Mi primo Jesús, que ahora vive en Madrid y ha venido a visitar a su padre, manda a pedir cervezas y empezamos a tomar, sentados sobre la tumba de Pauli. Cambio de mirada, ya no soy yo quien observa lo que los demás viven, ahora soy yo quien vive, quien forma parte de este ritual. Estamos hablando de nuestro ausente y casi sabemos que nos oye, que está allí mirando como corren sus nietos y tataranietos, como seguimos a su lado.
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FIN DEL DIA

El sol ya casi es un fanal cayendo en picada sobre un horizonte incendiado de colores agónicos. Se encienden las primeras luces de las velas aquí y las artificiales de los postes abajo, en la ciudad. Alguna fogata emana un olor a plantas, el humo se eleva sobre las cruces, las personas se desdibujan. El viento esparce la música que no se ha detenido en toda la tarde, la revuelve con las risas, con el griterío convirtiéndolo en un solo y distante sonido, sonido que trae fragmentos de memoria, que lava la herida de la ausencia.


Ya casi a las 7 las cortinas de la noche se han corrido sobre el ventanal del cielo y ha extinguido totalmente la luz; el día es un recuerdo pero la vida sigue aquí en todos estos hombres y mujeres que no quieren dejar a sus muertos más solos de lo que ya están. En la cruz de la entrada del cementerio las velas siguen ardiendo, espantando con tenues fulgores la oscuridad total: han sido encendidos por todos aquellos que no pudieron ir a visitar a sus difuntos por tenerlos lejos y que allí al pie de esa cruz, mirando la cerrazón infinita del cielo, rezan pidiendo por los que se fueron porque hoy no podrán estar allí donde estén sus restos, bebiendo y comiendo, cantando un huayno, riendo, pero no habrá trecho que la lucecita de su esperanza no cruce, reflejo de un amor que se pronuncia a lo lejos, cruzando los abismos de la muerte, la distancia y el tiempo.


Pablo Solórzano
Tomado de: "La brújula del azar"